Sí, estamos cruzando un momento histórico, como nunca antes, ahora vemos ciudades vacías, negocios cerrados, un gran número de desempleos, personas saqueando supermercados, discriminación a personas enfermas, niños sin asistir a la escuela, nuestra sociedad vive con el miedo de contagiarse de lo que parece ser una de las enfermedades más agresivas de los últimos tiempos. Efectivamente, el COVID-19 es una enfermedad de la cual debemos cuidarnos, pero no sólo por el riesgo a la salud que representa, sino también por los cambios sociales, económicos y políticos que desencadena.
Todos estos cambios están ejerciendo violencia, entendiéndola como cualquier acto que representa un obstáculo para el desarrollo de una persona o comunidad. El problema es que cuando se presenta un brote, como el que estamos experimentando, los actos de violencia se agudizan y toman diferentes formas, los cuales no siempre son visibles como los saqueos o la discriminación. Hablamos de actos que se van transformando, dando como resultado escenarios de violencia multimodal por la interacción de cuatro tipos de violencia: directa, estructural, cultural y ambiental.
En primer lugar tenemos la violencia directa, aquella que podemos percibir y estamos acostumbrados a ver en los periódicos y medios de comunicación. Luego tenemos la estructural que se relaciona con nuestras necesidades básicas como la pobreza o carencia de acceso a sistemas de salud. Además, está la ambiental que se relaciona con los daños que hacemos al ambiente como la deforestación o las emisiones de CO2. Por último se encuentra la cultural, es decir, los prejuicios sociales que mantenemos como sociedad.
Por ejemplo, imaginemos a una mujer joven madre de familia que se enferma de COVID-19 porque fue al supermercado un domingo por la tarde. Al tratarse de una paciente sin riesgo de muerte debe pasar cuarentena en una recámara aislada de su familia para evitar el contagio, siendo atendida por una persona que cuente con la protección adecuada. En primer lugar sufre humillaciones, ataques e insultos por convertirse en un foco de infección para sus familiares y vecinos. Además, puede desencadenar un problema de violencia de género en caso de que viva con una persona agresiva (violencia directa). Por otro lado, al mantenerse en aislamiento representa pérdidas económicas para su familia, pues no puede desempeñar ningún tipo de actividad económica (estructural). El ambiente en el que vive está contaminado por el virus, pero además, mantenerse en casa favorece el aumento en la producción de CO2 por el aumento en el uso de energía eléctrica en el hogar (ambiental). Finalmente, el aislamiento puede generar ansiedad y depresión (cultural). No obstante, estos actos pueden extenderse a otros miembros de la familia, con las particularidades que conlleva, produciendo una cadena violenta relacionada con todos los cambios y efectos negativos que está generando el brote a nivel familiar y comunitario.
Si bien, a nivel personal todos somos vulnerables ante la enfermedad, debemos comprender que no nos afecta de la misma manera. Nuestra historia, entorno, estilo de vida y relaciones también agravan los efectos de la enfermedad, más allá del estado físico de la salud. El COVID-19 está generando una crisis de violencia multimodal en todos los sectores poblacionales y todas direcciones. Nos encontramos ante una pandemia que no distingue entre pobres y ricos, no indígenas e indígenas, hombres y mujeres, empresarios y obreros, pero sí distingue entre quienes toman en cuenta las medidas de prevención y quiénes no. La mejor forma de hacer frente ante esta pandemia es la empatía, la ayuda mutua y la unión, aspectos que como mexicanos siempre nos han hecho resistir cualquier adversidad que se presente.